Tú imagínate que sabes un porrón de algo. Pero un porrón. Porque llevas toda la vida trabajando en ello, por ejemplo, pero no tienes un papelito que diga que sabes del tema. A lo mejor llevas quince años de secretaria en un despacho de abogados y las demandas las escribes tú; o diez años persiguiendo criminales en la policía y aprendiendo cómo se comportan y cómo se reúnen pruebas. Quizá seas el hijo de un obrero que no se terminó el instituto pero que ha montado y dirigido durante veinte años un complejo industrial que ahora vale 50 millones de euros. O igual eres un funcionario de Administraciones Públicas o Hacienda que lleva doce años trabajando
en financiación autonómica, qué se yo. Lo importante es que eres alguien que tiene los conocimientos necesarios para desarrollar una actividad, que la llevas desarrollando de hecho un porrón de tiempo y que encima eres bueno y respetado en lo tuyo.
Pongamos un ejemplo concreto, imagínate que eres secretaria de dirección, que llevas diez años trabajando en multinacionales de alto nivel en puestos de mucha responsabilidad, siempre con resultados y críticas excelentes, que tus compañeras secretarias de otras empresas te tienen en muy alta estima y que de hecho incluso has dado cursos en asociaciones profesionales, empresas y, qué se yo, CEPI por ejemplo, sobre la profesión: cómo ser buena secretaria, como lidiar con jefes difíciles, qué busca un empleador en una entrevista de trabajo, ofimática de gestión… o incluso un curso titulado “Cómo usar a tu secretaria” que, más allá de lo políticamente incorrecto del título, se dedica a explicar a muchachetes de 26 años recién contratados que acaban de terminar el máster y no han pisado una oficina de verdad en su vida que: (i) por mucho que su secretaria tenga muchísima más experiencia, sepa muchísimo más que ellos de la empresa y pueda ser su madre en edad, dignidad y gobierno, los jefes siguen siendo ellos y tienen que acudir a ella para mandarle cosas y que (ii) las secretarias son compañeras de trabajo y no esclavas, peldaños, o sirvientes.
Pero que, mira tú por donde, no tienes el grado en secretariado de alta dirección. Que existe. Desde hace poco pero existe: el secretariado es ahora una profesión titulada, ya ves tú. Tienes los conocimientos, sobrados, de hecho podrías dar clase en ese grado y enseñar a las nuevas secretarias a ser tales como de hecho ya ha ocurrido. Sabes, pero no tienes un papelito que diga que sabes(1).
Y que de repente resulta que haces una entrevista para mejorar tu puesto en otra empresa y ¡sorpresa! te dicen que para ese puesto solo contratan graduadas en Secretariado. O que para ascender en tu empresa (o en la administración pública, que también pasa) tienes que tener estudios superiores como, por ejemplo, ese grado. Putadón, ¿no?
Supón que de repente, out of the blue, charlando con un conocido de la Universidad Regional de Juana Chaos (una universidad privada pequeñita que es un poco un chiringuito del Partido P’ayudar), que precisamente está impartiendo ese grado, cuando estás quejándote del asunto te dice algo del estilo de: “¡Qué me dices! ¡Menuda injusticia! Oye, ¿por qué no te matriculas en mi universidad? Total, te vas a sacar el grado con la gorra, no creo que haya nada que te podamos enseñar, de hecho deberías estar tú enseñando ahí, ¿quién sabe más de secretariado que tú?” “Pero se ha pasado el plazo de matrícula y además la carrera es presencial y yo no tengo tiempo para ir a clase, tengo un trabajo de verdad”, dices. “Bueh, eso no es nada. Lo del plazo de matrícula lo arreglo yo con Secretaría y ya hablaré con los profesores para que sean conscientes de tu caso particular, mientras hagas los exámenes y los apruebes ¿qué más da que vayas a clase? ¡Si ya te lo sabes!” y tal. Le dices que te lo pensarás por no decirle que no pero te vas a casa con el runrún…
Unas semanas después te llama y te dice “Oye, he hablado con el Rector de tu caso y es que nos interesa contar contigo. Eres muy conocida en el sector y que seas alumna de nuestro grado le daría prestigio y publicidad, y es que además queremos ofrecerte una plaza de profesora cuando tengas el título. No te preocupes, no sería mucho, un par de horas por las tardes enseñando Office Management, seguro que en tu empresa te dan permiso. Fíjate que estamos tan interesados que estamos dispuestos a becarte: te sacas la titulación sin que te cueste un céntimo. ¿Qué me dices? ¿Eh?”
Y, claro, si te lo ponen así, pues te apuntas, claro. Y vas solo a los exámenes y la mayoría te los sacas con la gorra hasta que te
queda el trabajo de fin de carrera que, simplemente, no tienes tiempo de hacer porque, oye, es que tienes un trabajo de verdad. Así que, pasado un tiempo, te vuelve a venir tu conocido y te dice: “Oye, ¿qué pasa con el trabajo de fin de carrera, que es lo único que te falta para tener el título?” “Pues que no tengo tiempo de hacerlo, la verdad, es que…” “Bueno, mira, no pasa nada. Tu presenta cualquier cosa y ya hablo yo con el profesor Frijólez para que entienda tu situación.” “Hombre, no sé, no me parece muy bien, Frijólez y yo nos llevamos muy bien pero…” “No, no, en serio, insisto. Mira, Frijólez te tiene en muchísima estima y opina que serás una profesora excelente, aparte de que ya seas una profesional como la copa de un pino. Pero para ser profesora primero tienes que tener el maldito título, no basta con que sepas lo que hay que enseñar, necesitas el papelito. Y en la universidad todos sabemos que te lo mereces y te lo queremos dar, pero para dártelo tienes que presentar el trabajo de fin de carrera. Es una formalidad pero es imprescindible.” Total, que esas vacaciones de verano te descargas tres trabajos sobre gestión de oficina de El Rincón del Vago, los fusilas, le añades unas cuantas cosas (y le corriges otras porque, la verdad, viniendo de donde vienen tampoco son de una calidad que te parezca aceptable) y presentas el resultado como trabajo de fin de carrera. Y, milagro, en septiembre, por fin, eres graduada en Secretariado de Dirección (con un 7,5 en el trabajo, oiga) y ya tienes un papel que dice que eres capaz de hacer el trabajo que llevas trece años haciendo y que te permite seguir ascendiendo. Tachín, tachín.
* * *
Poneos un espejo delante, sobre todo los más mayores que ya tenéis una carrera profesional y sabéis de lo que hablo. ¿No os sentiríais tentados si os pasara algo así? Porque yo, la verdad, sí. Ahora imaginad que caéis en la tentación. O si sois tan 
ilusos escrúpulosos como para que os resulte inconcebible, pensad en el ejemplo que he puesto más arriba. El hecho de que esta persona haya obtenido el título como lo ha obtenido, ¿supone que es básicamente deshonesta? ¿Caer una vez en la tentación te convierte en alguien básicamente inmoral? ¿Básicamente indigna de confianza? Yo lo que veo es una persona que, enfrentada a una situación muy concreta, con circunstancias casi irrepetibles, cae en la tentación de hacer algo que, sí, es deshonesto, pero que ella en realidad no consideraba que lo fuera tanto porque, como ya hemos establecido, los conocimientos los tenía y solo necesitaba el papel que lo dijera? El que se haya sacado el título de secretaria así, ¿hace que sea mala secretaria o la inhabilita para serlo? ¿De verdad? ¿Borra de un plumazo todo lo bueno que haya podido hacer en su carrera profesional y en su vida personal, todos los logros que haya podido obtener, y la convierte en una paria indigna de confianza a la que no se puede ni dar treinta céntimos para ir a comprar el pan? ¿Diriais que sí? Yo no.
* * *
Esto que precede es pura ficción. No estoy sugiriendo que esto o algo parecido fuera lo que le pasó a Cristina Cifuentes (aunque sea posible) ni quiero con esta parrafada defenderla en el Mastergate. Ni a ella no a los 200 mandos de la policía nacional que supuestamente se han sacado poco menos que así el grado en Criminología y que son verdaderamente los que han inspirado este artículo. Quiero defenderme a mi mism
o de una serie de ataques que he estado sufriendo estos días y tratar de explicar con un ejemplo por qué me he resistido (por lo que se ve con uñas y dientes) a condenarla por el asunto de su máster: porque no tengo todos los datos.
Cuando salta la noticia uno no sabe en qué circunstancias se matriculó ni cuanta ayuda tuvo, si mucha o poca, y cuán ilegítima fue esa ayuda. Pero sí que puede imaginar, yo al menos y sin demasiado problema, escenarios como el de arriba en los que hacer la vista gorda cuando te regalan un máster (o unos trajes, o lo que sea) no es tan grave; amén de otros todavía más exculpatorios. ¿Deshonesto? Desde luego. ¿Está feo? También. Pero no tiene por qué ser algo que te arroje de forma inmediata y sumarísima al infierno, puede parecerse más a un pecado venial que a otra cosa. Aunque sea malo, que lo es, puede ser, en una palabra, perdonable.
Así que con este tema me pasan tres cosas. La primera, el furibundo liberal defensor de la presunción de inocencia como principio moral que llevo dentro. La segunda, el no menos furibundo e imbricado cristiano que llevo dentro que cree que, bajo ciertas condiciones, casi todo es perdonable. Casi todo, no todo: chantajear es imperdonable, aceptar un titulito como un soborno es imperdonable, valerte de tu cargo o de tu posición para presionar a una universidad o a un profesor para que te dé un titulito es imperdonable y desde luego mentir en sede parlamentaria es imperdonable. Pero aceptar un titulito por peloteo, por ejemplo, en plan cohecho pasivo impropio, o aprovecharse de las circunstancias para sacarse un grado con 60 créditos en ve
z de con 180 cuando no haces técnicamente nada ilegal, en cambio… Estos casos, como me pasó hace años con el caso Monedero, me parecen bajo ciertas circunstancias, perdonables. Blando que soy, supongo.
¿Qué circunstancias? Pues las de la teología clásica: arrepentimiento, propósito de enmienda, confesión y penitencia. Si te pillan en un renuncio como estos y lo reconoces, lo admites, manifiestas tu arrepentimiento, pides perdón y pones tu cargo a disposición de quien te lo ha dado por si has perdido su confianza, vale. Si, en cambio, lo niegas todo, afirmas a todas horas que el master es tuyo y que está bien dado y encima en vez de confesar y pedir perdón lo niegas todo ante el Parlamento o ante un juez o ante el Pueblo o ante tus padres… pues al cuarto de los ratones, rincón de pensar-en-lo-que-has-hecho. Que yo perdono a quien se arrepiente pero lo primero es arrepentirse.
Hay una tercera cosa que me pasa y es que soy un pragmático. Ya sé que muchos opináis que pedirle a un político que no mienta en su currículum es un asunto de elemental decencia(2) y os doy, básicamente, la razón porque estoy de acuerdo. Pero en un caso como este, en el que tiene (o tenía al principio porque cada vez menos) la pinta de que el título se expidió efectivamente aunque de forma irregular en primer lugar creo que se podría construir un caso sobre que en realidad no hubo mentira y en segundo lugar y sobre todo,
me asalta la duda de si el remedio no va a ser peor que la enfermedad. Me pasa lo mismo, otra vez, que con Monedero y es que, como decían en Cabin in the Woods (si no la habéis visto vedla) «we work with what we have«. Conociendo la fauna política de España y las ganas que se le tenían a Cifuentes, tanto desde su propio partido (y es que mucha gente del PP no le perdona que vaya de ser más incorrupta que el brazo de Santa Teresa cuando la mierda ha tenido que olerse a kilómetros) como desde la oposición, si lo peor que le han podido encontrar ha sido esto me hace pensar que está, sobre todo comparativamente, limpia como una patena. Y, claro, como encima a mi me gusta la gestión que está haciendo de la Comunidad de Madrid (me parece mejorable pero en general buena) tengo una cierta reticencia a acabar de un plumazo con su carrera política por una cosa así. Mirad que después de Esperanza Aguirre vino Ignacio González…
Bueno, no. En realidad no tengo una cierta reticencia. La tenía, y la tenía a acabar con su carrera política por un asunto no totalmente claro que podía, o podía no, pasar de mi difusa línea roja. Era el mastergate de Schrodinger, que a la vez era y no era causa suficiente para cargarse a Cifuentes… hasta que mintió en sede parlamentaria y dijo que había defendido un trabajo en un acto presencial que no se celebró. Mentir en sede parlamentaria es imperdonable y convierte, por extensión todo el asunto en imperdonable. Así que ya, independientemente de que presionara o no o de que se aprovechara de las circunstancias o no o de que sea básicamente honrada o no o de que sea buena gestora o no voy a volver a decir lo que llevo diciendo todos los días desde hace una semana. ¡Cifuentes dimisión!
Salud y evolución,
Arthegarn______________________
(1) Todos los ejemplos que he puesto hasta aquí responden a personas reales que conozco desde hace entre 10 y 37 años.
(2) Y cuando me decís esto no puedo evitar preguntarme cuántos de vosotros habéis mentido en vuestro currículum o, peor todavía, sonreírme porque sé las trampas que habéis hecho para evitar pagar IVA o IRPF. Probablemente quien esté más a salvo de entre los que dicen esto a diestro y siniestro sea mi tocapelotas favorito, Mithur, lo me entristece solo un poco menos de lo que me alegra.