Dios no creó el infierno. Fui yo.

La gente nace, vive y muere y eso lo tengo asumido. Mis seres queridos vienen y se van, y también lo tengo asumido. Y, cuando se van, sé que no los volveré a ver, que no volverán a quererme ni a reir con mis alegrías ni a llorar con mis penas, y siento que estoy un poco más solo y eso me entristece. Pero no sufro particularmente por ellos, porque han desaparecido y, por tanto, están mucho, mucho más allá de sentir dolor, angustia o sufrimiento. Todo eso lo llevo bien.

Pero cuando tengo una misa funeral por alguno de estos seres queridos, cuando intento expresar mis sentimientos en un marco de referencia y con un lenguaje cristiano (porque eran cristianos), cuando pienso en una acción de gracias o escribo una oración pidiendo que “gocen de la gracia prometida por Jesús, que Dios les conceda la felicidad de la Vida Eterna y el conocimiento de lo importantes que fueron y de lo que les seguimos queriendo”… Entonces se me parte el alma que no tengo, porque ya no creo en ninguna de esas cosas, porque ya no hablo ese idioma aunque sepa decir las palabras. Y me siento vacío, estéril y sucio, como si intentara hacer el amor con el cadáver de mi amada. Y me enfado conmigo mismo, con el mundo y con Dios, por hacerme desenterrar de vez en cuando los despojos de aquello que me fue tan precioso, por obligarme a volver a mirarlo a los ojos y volver a fundir mi espíritu, que no tengo, con el suyo, para encontrar las palabras adecuadas.

Y luego estoy roto y miserable porque recuerdo, una vez más, todo lo que he perdido por subirme a esta torre de marfil intelectual en la que estoy, tan alto, lleno de razón y solitario. Y me odio porque sé que, aunque podría, aunque lo deseo desesperadamente, no voy a volver; no voy a dejar entrar en mi torre a esa hermosa figura que espera, vestida de blanco, toda sonrisas, abrazos, amor y perdón, a que le abra la puerta a la que llama suavemente, como pidiendo perdón por molestar, de vez en cuando.

Cuando era católico solía decir que el infierno es un estado del alma en el que esta se aleja completamente de Dios y que, como Dios es ubicuo, la única forma de ir al infierno era voluntariamente, dándole la espalda a Dios y rechazándole a sabiendas. ¡Cuánta razón tenía, sin saberlo! Cuánta razón…

El libro de octubre.

Debe ser que El Nombre del Viento me gustó más de lo que mi crítica de abril dejaba entrever, porque no pude esperar a la publicación de la segunda parte en castellano y, para inaugurar amazon.es (bendita sea la página) decidí comprármela en inglés (junto con The Name of the Wind, que quería en versión original) y me lo metí entre pecho y espalda en poco más de diez días.

Bien, pues si El Nombre del Viento ya era recomendable, The Wise Man’s Fear es, en mi humilde opinión, dos o tres veces mejor (aunque, ahora que lo pienso, habría que ver cuánto de la mejora tiene que ver con leerlo tal y como lo escribió Rothfuss y no traducido). En este libro, Kvothe sigue en su posada (donde la narración de la narración empieza y termina) contándole a Cronista sus años en la Universidad (donde lo narrado por la narración narrada empieza y termina).  También como en el primer libro, además del primer nivel de historia (Kvothe, Cronista y Bast) la mayor parte del libro la compone el segundo nivel (Kvothe, Simmon, Denna, Elodin, y un número importante de nuevos y -en dos o tres casos- fascinantes personajes) con incursiones puntuales en un tercer nivel (Kvothe contándole a Cronista como Felurian le cuenta el robo de la luna, por ejemplo). No obstante este segundo libro es más diseminativo-recolectivo que el primero, ya que si en el primero hay una clara línea argumental, en este se van abriendo varias líneas, cada vez más profundas, que luego se van cerrando (o no) hasta volver a la primaria, la de la Universidad.

Estás líneas “secundarias”, que en ningún caso pueden considerarse “trama B”, son para mi de lo mejor del libro. Rothfuss deja volar su imaginación y crea sociedades coherentes, en el mejor estilo de la ciencia-ficción más que de la fantasía. La comunicación con los adem, por ejemplo, tiene poco que envidiar a la de los hijos de Tama, y detalles como los anillos de Severen (que en mi opinión, apenas explota) podrían tener un tratamiento a la altura del código de honor de los marcianos verdes de Barsoom. No obstante, y por experiencia propia, tengo que decir que es posible que quien lea este libro encuentre estos detalles tediosos. Hay mucha gente que se lee un libro buscando respuestas para determinadas preguntas. ¿Quiénes son los Chandrian? ¿Los Amyr? ¿Quién es Denna? ¿Por qué llaman Matarreyes a Kvothe? Lamento decir que quien se lea The Wise Man’s Fear con ese propósito, como si fuera un camino que te lleva del punto A al punto B, quedará bastante frustrado por la lentitud del viaje y, sobre todo, se perderá el paisaje, que es precioso.

Si hay algún fallo en el libro es estrictamente técnico y tiene que ver con la historia de Felurian, que ocurre in media res (pero de coitus interruptus, ¿eh?), non sequitur y encima deus ex machina. Oh, sí, es una historia autocontenida que decididamente había que meter como fuera, pero el uso del calzador es abrumador en ese punto del libro. Pero, aparte de este detalle,  The Wise Man’s Fear es un libro muy, muy bueno, muchísimo mejor que el primero y con un autor que, claramente, ha dejado de ser un aficionado que ha escrito su primera novela para tomarse el tiempo suficiente para hacer de esta segunda parte un libro magnífico. Eso sí, esto no se termina en una trilogía ni de risa.